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miércoles, 26 de octubre de 2011

El Pomberito

(Del libro Cuentos de Terror para Franco – Vol. I)

Lo más peligroso que había en el Chaco a la hora de la siesta, era el Pomberito. Que cosa espantosa era eso.
El pomberito de Cancha Larga, era uno de los más embromados que existían, siempre andaba con un chicote al hombro.
En el campo, ningún chico se animaba a salir a la siesta. A Sergio que era muy cabezudo, su madre todos los días lo amenazaba,
-¡Andá! ¡andá nomás vos! ¡pero después no me vengas llorando que te agarró el pomberito!
Pero Sergio, que era más terrible que el mismo Pomberito, no hacía caso a nada ni a nadie, el no tenía miedo de salir a la siesta y apenas sus padres se dormían, de un solo salto se escapaba por la ventana y rajaba para la casa de sus compinches.
Raúl y Eduardo eran hermanos y su casa quedaba a unos trescientos metros (en el campo no hay cuadras), eran los hijos de un peón del padre de Sergio; y eran tan salvajes como él.
Para ir a la casa de sus compinches, había un caminito por donde uno podía ir a pie, en bici, a caballo o en sulky; pero para acortar camino, casi siempre Sergio atravesaba un montecito y luego bordeaba entre un estero y un cañaveral y se ahorraba un buen trecho. Y este era el problema. Todos sabían y Sergio también, que los lugares preferidos del pomberito son los cañaverales y los montes. Muchos cuentan que suelen ver al pomberito sentado chupando la caña de azúcar y ha de ser cierto porque es lo que más le gusta.
 Pasar por un cañaveral a la siesta, no solo era un desafío, sino un peligro mayor, una verdadera prueba de fuego. Había pocos que se animaban. Por las dudas, siempre llevaba un facón en la cintura, uno que se lo había regalado un tío cuando cumplió doce años,
-Tomá, esto te va a servir mucho. Un hombre de campo siempre tiene que andar con un cuchillo en la cintura, y vos ya sos un hombrecito. Nunca se sabe que puede pasar. Pero ojo ¿eh?, no lo lleves a la escuela, a la escuela hay que ir a estudiar -le dijo el tío, entregándole un hermoso cuchillo con una vaina de cuero marrón.
Fue el regalo más fantástico que pudieron haberle hecho. Los primeros días, hasta dormía con el facón bajo la almohada.
Una siesta iba al trotecito para lo de sus amigos, escapado de sus padres como siempre, y cuando estaba bordeando la chacra ve que a unos cincuenta metros, las plantas se movían, como si alguien las empujaba o las sacudía. El julepe empezó a apoderarse de Sergio.
Entre flor de julepe y un poquito de coraje y viendo que ese movimiento en el cañaveral se acercaba cada vez más, ahí nomás peló su cuchillo y lo desafió,
-¡¡Salí!! ¡¡salí, que acá te espero!! -gritaba Sergio- ¡¡salí de una vez por todas, vamos a ver si sos macho!! ¡¡¡Te voy a destripar, pombero hijuna gransiete!!!
Y mientras gritaba como un loco, saltaba y hacía firuletes en el aire revoleando su cuchillo, o raspándolo por la tierra y levantando una brutal polvareda. Pero el movimiento en el cañaveral avanzaba, estaba cada vez más cerca de Sergio, y él más loco se ponía; parece que el miedo lo hacía más valiente, hasta que entre salto y salto, pisó un cascote, se torció el tobillo y cayó al suelo como una bolsa de papas.
Ahí nomás se levantó como un resorte y miraba ese bulto que no se podía distinguir y que movía las plantas, y ya estaba a unos diez metros. También miraba al piso, porque en la caída perdió el facón y se desesperaba por encontrarlo. Hasta que esa cosa ya casi llegaba hasta él y entonces ahí sí se decidió Sergio, y de un salto se tiró al estero y empezó a correr chapoteando y alejándose del lugar a toda carrera, pero mirando siempre para atrás. No podía quedarse, porque sin su cuchillo no iba a enfrentar al pombero.
Y el bulto que movía las plantas por fin llegó hasta la punta de los liños y miró para un lado y para otro, y después lo miró a Sergio, que paró de correr. Pero no era el pombero, era un chancho negro grande como una vaca, que se había escapado del corral y andaba medio perdido.
Ahí sí que Sergio salió del estero hecho una furia, y aunque nadie lo estaba mirando, se sentía avergonzado, por haberse asustado por un simple chancho. Ahí nomás empezó a correr al animal y  a gritarle de todo,
-¡¡Chancho hijuna gransiete!! ¡Yo te voy a dar escaparte del corral y andar comiendo las plantas! ¡¡¡Te voy carnear desgraciao!!!
Salió del estero todo mojado, buscó su facón, se sacudió las ropas y siguió camino.
Claro, esto fue un susto nada más, porque por suerte no era el pombero; pero hay muchos casos donde sí aparece el pombero y el asunto no es nada divertido.
Me acuerdo bien de un caso, que también ocurrió en Cancha Larga, a unos dos kilómetros de la casa de Sergio, cerca del Cañaveral de los Alvarez. Ese si que fue embromado.
Había una familia, los Cabrera, que eran peones de los Alvarez, tenían cuatro o cinco hijos, y al más grande, a Juancito, le pasó algo que todavía me pone la piel de gallina.
Una siesta se escapó de los padres, y rajó para la laguna a pescar. Iba caminando piola por el medio del cañaveral, silbando y pensando en bueyes perdidos y de golpe, empezó a escuchar unos silbidos y después  ruidos, como que alguien corría entre las plantas de cañas y lo peor era que se venía hacia él. Entonces ¡patitas para que te quiero!, emprendió una carrera a toda velocidad, tiró la cañita de pescar, su latita de lombrices y también la bolsita de la honda con los bodoques.
Y la cosa cada vez más cerca, ya se le venía encima…
Juancito corría con desesperación y miraba para atrás, viendo que a unos diez metros, una cosa medio petisa, como un enano barbudo con un sombrero grande, le corría, pegando unos alaridos y unas carcajadas terroríficas.
-¡¡Mamita!! ¡¡mamitaaaa ayudáaaaame!! -gritaba y lloraba.
Hasta que enseguida nomás, sintió como si le daban un gran empujón en la espalda y caía de trompa, pegándose un revolcada de la gran siete.
Ahí, mientras se revolcaba en el suelo, el enanito lo pateaba y le pegaba unos chicotazos, mientras no paraba de gritar y reír a carcajadas.
-¡¡Aaaaahhhhhjajajajajajajajajaja!! ¡¡¡¡aaaahhhhhjajajajajaja!!!!
Y Juancito quería levantarse y correr, pero se volvía a caer, y el enanito lo pateaba y lo chicoteaba sin parar.
Eso fue lo último que se acordaba Juancito, porque partir de ahí perdió el conocimiento.
Y así lo encontraron unos cañeros esa tardecita, cuando volvían a sus casas. Lo levantaron, le mojaron un poco la cabeza y el se empezó a despertar. Estaba todo sucio de tierra, arañado y golpeado. Tenía marcas por todas partes, y no se acordaba ni donde estaba. No sabía quien era ni donde vivía. Por suerte los cañeros lo reconocieron,
-Pero che… este es Juancito, el hijo de Cabrera -dijo uno.
-Y… si, que lo tiró… -dijo otro.
Lo llevaron a su casa y los padres que ya estaban asustados porque desde la siesta lo andaban buscando, lo abrazaron y empezaron a preguntarle cosas. Pero Juancito los miraba sin hablar, como perdido, parecía que no conocía ni a sus propios padres. La mamá empezó a llorar.
-Seguro que lo agarró el pombero... -decía y lloraba desconsolada.
El padre agarro un caballo y a todo galope fue hasta lo de don Alvarez, a pedirle si podía llevarlos en la camioneta a La Leonesa, para que lo vea el doctor. En el pueblo por suerte había un médico.
Después de revisarlo, el Dr. Benoist le dijo que mejor sería que lo llevaran a Resistencia para hacerle unos estudios. Y así anduvieron de acá para allá con el pobre Juancito, haciéndole pruebas muy raras, hasta dicen que le enchufaron unos cables en la cabeza para estudiarle los sesos.
Después de varios días, el doctor les dijo que Juancito tenía una enfermedad muy fulera, que se llama epilepsia y que iba a tener que tomar remedios durante toda la vida.
Los padres no le creyeron mucho, porque en el campo no existen esas enfermedades raras. Esa misma noche, la abuela de Juancito les aconsejó que lo llevaran a lo de doña Lechiguana, una curandera, que esa les iba a decir bien lo que tenía.
Al otro día ya estaban en la casa de la curandera, que vivía bastante lejos, en Tatané. Primero le miró los ojos, después le tiró el cuerito de la espalda, y por último le hizo hacer pichí para oler. Con eso ya fue suficiente, Juancito no tenía ninguna enfermedad dijo la Lechiguana, y había quedado tonto porque lo agarró el pomberito. Además les dijo que iba a quedar así, tonto para siempre.
Y así quedó Juancito, medio tonto. A veces le agarraba como una locura, parece que se acordaba del pomberito y se tiraba al suelo, gritaba y pataleaba y echaba espuma por la boca.
Pero ya nadie se asustaba, porque doña Lechiguana les recomendó lo que había que hacer en estos casos: cuando se estaba revolcando, había que tirarle un baldazo de agua bien fresquita y enseguida se le pasaba la locura.

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