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miércoles, 26 de octubre de 2011

El extraño suceso de Elpidio Fleytas


(Del libro Cuentos de Terror para Franco – Vol. III)


La primera vez que Elpidio Fleytas sintió esos movimientos en su barriga, fue una tarde mientras jugaba a la pelota en la canchita de la escuela, justo cuando había recibido un pase.
Ya enfilaba solito hacia el arco, perfilándose para meter el chumbazo, cuando sintió una revolución en su panza, como si un bicho estuviera coleteando o retorciéndose entre sus tripas. En el acto frenó en seco y muy asustado se agarró la barriga. Sus compañeros no entendían la razón por la cual Eldipio estaba desperdiciando esa oportunidad de hacer un gol. Por eso le gritaban:
-¡¡¡Dale, tarado!! ¿¡Qué hacés!? ¡¡¡Pateá al arco!!!
-¡¡Dale, “Pidio”!! ¡¡Dale, chamigo!!
Pero Elpidio se quedó parado cerca del arco, muy dolorido, agarrándose la panza y viendo como la pelota llegaba mansita a las manos del arquero, mientras sentía que una cosa caminaba entre sus tripas.
Salió de la cancha y se recostó, apoyándose en los codos, debajo de unos aromitos. Sin suplentes para reemplazarlo, su equipo quedó con diez jugadores. Ahí sentado, miraba su panza que se había puesto como un tambor, redonda, hinchada; parecía que de golpe hubiera engordado diez kilos. Pero lo que más lo asustaba era que sentía unos ruidos extraños, muy raros, como si unos monos carayá estuvieran aullando y peleándose entre ellos ahí adentro. Lo peor era que cuando más aullaban, el dolor se hacía más intenso.
Cuando finalizó el partido, y su equipo perdió cinco a uno, sus compañeros se acercaron, algunos con bronca, porque los había abandonado cuando más difícil estaba, pero otros se dieron cuenta de que algo pasaba, que estaba extraño… y panzón.
-¿Qué te pasó en la panza? –preguntó uno.
-¡Ehh!...“Pidio” ¿te comiste una vaca? –preguntó otro.
Y el pobre Elpidio, con la nariz arrugada por el dolor y el susto, les dijo que no sabía qué sucedía, que eso nunca le había pasado.
Así como estaba, no se animaba ni a caminar, entonces le pidió a uno de sus compañeros que lo llevara en bicicleta hasta su casa. Durante el viaje sufrió mucho porque iba sentado en el portaequipajes de la bici y cualquier saltito o pocito que agarraba la rueda, sentía como si le daban un chuzazo entre las tripas. Hasta que por fin llegaron.
Su madre se asustó un poco y enseguida lo acostó y le frotó la panza con un pañuelo mojado en alcohol. Después le dejó el pañuelo sobre el ombligo y le acarició la frente. Más tarde llegó su padre, que estaba trabajando en la chacra, y mientras lo acariciaba, le dijo que no se preocupara, que pronto se iba a sanar.
Pero la madre se quedó muy preocupada, y mientras cocinaba, empezaron a hablar del asunto.
-Me parece que está empachado –dijo el padre.
-Eso no es empacho –respondió ella.
-Pero... ¿y qué otra cosa puede ser...? Si este cabezudo hoy a la siesta, antes de ir a jugar, se comió media docena de naranjas y una sandía casi entera...
-Siempre come así... y no le pasa nada, me parece que esto es otra cosa –insistió la madre.
Después de hablar un rato más del problema de su hijo, resolvieron llevarlo a doña Filomena, una señora que vivía en Rincón del Zorro y que curaba el empacho con la cinta.
El viaje en sulky hasta la casa de la curandera fue otro sufrimiento para Elpidio, porque con cada salto sentía más dolor y más aullidos en su panza.
Al llegar, doña Filomena lo revisó, le puso la punta de la cinta en el ombligo y le midió el empacho, y cuando hizo la última brazada, muy asustada, habló:
-¡Virgen Santa! ¡Miren hasta donde llega! –mostrando a los padres como sus dedos llegaban hasta la cabeza, justo en la coronilla.
-¡Eh! Pocas veces vi un empacho tan grande, me parece que esto debe ser otra cosa... -volvió a hablar la curandera.
Elpidio quedó recostado en un sillón de mimbre, y  doña Filomena y los padres se fueron al patio. Ahí, muy preocupados, escucharon la explicación de la curandera.
-Esto que tiene su hijo, no es un atracón de naranjas y sandía nomás, acá hay algo más... yo he visto algunos casos como este, y no quiero asustarlos pero... no tengo dudas de que está empayesado...
-Pero... ¿cómo? cómo va a estar empayesado si tiene apenas diez años y esas cosas solo se agarran de grande –habló el padre. 
 -No vaya a creer... yo he visto hasta chicos de seis años empayesados y que mejor ni les cuento como sufrieron esos cristianitos. Lo que pasa es que el payé no se lo hacen a los chicos, sino a alguno de los padres, pero por esas cosas del destino, el maleficio se encarna en el cuerpo de los chicos –explicó doña Filomena.
-¿Y qué hay que hacer...? –preguntó el padre.
-El que sabe enfrentar estos casos, es don Cristoforato Pereyra, ustedes habrán oído hablar de él. Vive en Pindó, pasando el molino petiso... yo les aconsejaría que lo lleven allá, porque yo no me animo a tratar este asunto.
Y al otro día a la mañana enfilaron para Pindó, hacia el rancho de Don Pereyra. Después de relatarle todo lo que tenía su hijo, el hombre lo empezó a revisar, le miró los ojos, la lengua y luego la panza. Le hizo la señal de la cruz en la frente y se puso a rezar cerrando los ojos. Los pobres padres miraban en silencio y rogaban que pudiera curar a su hijito.
Cuando terminó de hacer todas esas cosas, les habló a los padres:
-Mire, don Fleytas, a su hijo le entró una cosa fea, que seguro estaba destinada para alguno de ustedes...
-Pero… ¿qué cosa fea puede ser en la panza...?
-La verdad es que yo vi pocos casos así. Solo recuerdo dos, uno fue en...
-Y... ¿qué podemos hacer?... queremos que se cure...
-Para empezar van a tener que traerlo toditas las tardes, pero tampoco les garantizo nada, esta es una de las peores maldiciones que hay... –habló don Pereyra, mientras le hacía una seña a los padres para salir al patio, así el hijo no escuchaba nada.
El chico se quedó recostado en un catre y los tres adultos se fueron al patio, allí habló de nuevo el curandero:
-Estos casos son fulerísimos. En la barriga comienza a crecer un engendro que tiene pinta de animal, pero no llega a ser un bicho, es una cosa que quedó a mitad de camino entre una bestia y una planta...
-... ¿Cómo?... ¿qué clase de bicho le puede crecer en la panza? -preguntó la madre con desesperación.
-Bueno... eso es lo que yo sé porque lo vi con mis propios ojos. Uno de los casos ocurrió cerca de Tres Horquetas. No quiero asustarlos, pero ese chico en sus últimos días era pura panza, y sus patitas y bracitos parecían escarbadientes. Largaba por la boca y la nariz, un líquido espeso, algo verde y marrón de olor inaguantable, la panza parecía un tambor a punto de reventar, y al final se le reventó nomás y ahí apareció esa cosa que les digo. Dios lo tenga en la gloria a ese angelito, tenía un olor como si se hubiera estado pudriendo por dentro.
-Pero... ¿y qué cosa le salió de adentro de la panza?... ¿qué fue lo que usted vio? –preguntó angustiada la madre.
-Era como una pelota de fútbol número cinco, con pelos, dientes y uñas, no tenía ojos ni patas ni brazos. En alguna parte le salía algo parecido a una oreja, llena de hojitas como los cebollines y...
-No me cuente más por favor... -suplicó la mujer.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, y el padre miraba al piso muy triste y afligido.
A partir de ese día todas las tardecitas lo llevaban hasta Pindó y ahí el curandero hacía sus cosas para espantar o para curar ese terrible y misterioso padecimiento.
Los padres nunca creyeron en los médicos, y tampoco fueron a ver a uno; siempre se curaban con yuyos o con los tratamientos de los curanderos, pero ahora veían que Elpidio estaba cada vez peor, la panza seguía igual o más grande que el primer día, estaba desganado, triste y él mismo decía que sentía que se iba a morir.
Fue entonces que hicieron caso a los consejos de un tío y lo llevaron al pueblo para que lo viera el doctor Benoist, que era el único médico de La Leonesa. Este después de revisarlo al derecho y al revés, así les habló a los padres.
-Su hijo tiene una obstrucción, tiene trancado los intestinos y hay que operarlo. Lo vamos a derivar a Resistencia porque aquí...
-Usted perdone doctor… pero nosotros no queremos que operen a nuestro hijo, sabemos que las operaciones son peligrosas y se puede morir… y además lo único que le hizo mal fueron unas naranjas y la sandía que comió un día, así que...
En ese momento, el doctor Benoist lo interrumpió y, muy enojado, comenzó a retarlo.
-Le voy a decir algo don Fleytas, su hijo tiene un problema más grave que el de las naranjas y la sandía, y si no se opera puede morirse, así que o lo mandamos a Resistencia o voy a avisar a la policía.
Entonces los padres se asustaron y dijeron que lo llevarían a Resistencia.
Lo internaron en la salita del pueblo hasta que viniera la ambulancia a buscarlo, y ahí fue cuando el padre habló con la madre y con otro pariente que vino a ver al chico y todos coincidieron en que las operaciones son peligrosas, y que lo mejor sería que siguiera curándose con don Pereyra.
A la siesta, cuando el doctor ya se había ido a su casa y solo quedaba una enfermera, aprovecharon un descuido de ésta y salieron por una puerta del costado, se subieron al sulky y se fueron a Rincón del Zorro.
Cuando iban al trotecito, los padres pensaron que no podrían quedarse en su propia casa, porque la policía los encontraría. Decidieron entonces ir a Tatané, a la casa de un compadre.
Y allí se instalaron. Desde ahí, todos los días llevaban a Elpidio a lo de don Pereyra, para los rezos y curaciones. Pero el pobre chico empeoraba, estaba más pálido que la leche, más flaco que perro de tapera y no tenía fuerzas ni para caminar. Sus ojos estaban cada vez más saltones y la panza parecía un globo gigante a punto de reventar.
A la semana, el pobre Elpidio apenas abría los ojos y solo vomitaba una cosa verde y marrón con un olor espantoso. Los padres empezaron a avisar a todos los parientes, porque ya veían que se estaba muriendo. A la casa llegaban familiares y conocidos que venían a verlo, se hacían rezos y novenas, prendían velas adentro y afuera de la casa, y tiraban agua bendita por todas partes. Mientras algunos rezaban, otros lloraban… todo era tristeza.
Un domingo a la siesta, Elpidio se quedó con los ojos muy abiertos mirando al techo, y se murió nomás.

1 comentario:

  1. Muy buenas las historias...¿Se consiguen en librerías del interior sus obras??

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